Radio Nacional de España




martes, 20 de marzo de 2007

La Noticia en la Era del Dinero

Diana B. Henriques
Redactora de Finanzas de The New York Times


Desde principios de los años 80, la economía estadounidense comenzó a crecer en armonía con los mercados, creando empleos y riqueza. La autora explora cómo han cubierto los periodistas esta era del dinero y cómo han bregado con sus viejas tentaciones.


En 1980 trabajaba yo en Nueva Jersey como reportera investigadora en el periódico Trenton Times, tratando de desenredar los ángulos locales del "Abscam", la absurda celada en la que el FBI filmó en secreto a miembros del Congreso mientras aceptaban sobornos de agentes encubiertos que se hacían pasar por ayudantes de un jeque árabe. Para fines de 1982, yo era una reportera financiera que cubría para el Philadelphia Inquirer la crisis de la deuda latinoamericana. El observador de los medios noticiosos Dean Rotbart estimaba que en 1980 había sólo unos pocos miles de periodistas financieros. Cuando su carta noticiosa, TJFR Business News Reporter, hizo su primer conteo en 1988, éramos alrededor de 4.200 en los cincuenta periódicos y publicaciones financieras de mayor importancia en Estados Unidos.

Adiestrados para cubrir fuentes políticas, estábamos totalmente faltos de preparación para cubrir el legado económico de los años 70. Antes de que hubiéramos aprendido de memoria cuáles eran los países miembros de la OPEP, nos cayó encima la "guerra" siguiente: la campaña del presidente de la Junta de la Reserva Federal, Paul Volcker, para refrenar la inflación. Esto exigía algo nuevo: un vocabulario capaz de explicar el mortal desacuerdo entre las tasas de interés que los bancos e instituciones de ahorro y préstamo cobraban cuando prestaban o tomaban prestado, una comprensión de las relaciones entre riesgo y recompensa, y por lo menos una idea rudimentaria de quién regulaba los bancos, las instituciones de ahorro y préstamo, los fondos del mercado del dinero y las anualidades de las compañías de seguros. No fue nuestra hora más gloriosa, para decirlo en términos suaves.

El lado brillante de este viaje frenético, en el que hubo que aprender en pleno vuelo, fue que cada día de trabajo traía consigo una nueva oportunidad de estirarse y crecer. Una consecuencia menos satisfactoria de nuestra odisea fue que tenemos que trepar constantemente la pendiente empinada de la curva de aprendizaje. Nuestra ignorancia inicial dificultaba el escepticismo y el análisis independiente. Y con demasiada frecuencia, antes de que pudiéramos arreglárnosla para producir los artículos lúcidos, profundamente informados que lo deleitan a uno cuando se llega a la cima de la curva de aprendizaje, entrábamos otra vez en territorio desconocido.

La tecnología, más que nada, lo que hace es sacudir la embarcación desde la cual tratamos de cubrirla. Ya no somos simples periodistas, algunos de nosotros somos ahora "proveedores de contenido de medios noticiosos múltiples". En 1980, buscar en los archivos significaba revisar sobres abultados y llenos de frágiles recortes; hoy, todos los artículos están a un "click" de distancia. En aquel entonces, la única manera en que yo podía despachar un artículo desde fuera de la sala de redacción era dictarlo desde un teléfono público a alguien que lo copiara. Hoy, dicto mis artículos a un programa que reconoce mi voz y que está instalado en una computadora portátil, y lo envío por correo electrónico, y más tarde verifico, a través de mi teléfono celular, si la mesa de correcciones tiene alguna pregunta que hacer.

En las buenas ocasiones, creo que esta notable bonanza de las noticias financieras ha producido un cuerpo de periodistas financieros de profundidad y alcance sin paralelo, y que la tecnología de hoy simplemente nos faculta a hacer más, mejor y con más rapidez. Pero si los mejores y más brillantes son hoy mucho más astutos en lo que se refiere a la maquinaria moderna del periodismo financiero, parecen ser mucho más ingenuos en lo que se refiere a sus antiguas tentaciones. Los que cubren la "nueva economía" para los "nuevos medios" parecen sentirse especialmente perplejos ante la idea de por qué es un problema grave invertir directamente en las industrias acerca de las cuales informan, o aceptar acciones baratas de una oferta pública inicial (OPI) ofrecidas por algún amigo, o trabajar como consultor para compañías tecnológicas.

Janelle Brown, en un artículo concienzudo que preparó para Salon a mediados de 1999, sugería que necesitamos reglas éticas nuevas "lo bastante flexibles como para anticipar nuevos problemas que, con seguridad, surgirán en esta industria en rápida marcha, donde las vidas de los periodistas se entrelazan cada vez más con la gente de quien escriben y las compañías que cubren. ¿O todos los periodistas tecnológicos tienen que aceptar, simplemente, que al unirse al cuerpo de redactores prestan juramento de repudiar las tentaciones de las riquezas tecnológicas?"

Bueno, sí. Por lo menos, las riquezas que plantean interrogantes acerca de la independencia y credibilidad del reportaje. Un periodista tecnológico puede evitar conflictos impropios, si simplemente invierte únicamente en fondos mutuos muy diversificados. (Por supuesto que en esos fondos puede haber algunas acciones tecnológicas. Pero alguien, que no es el periodista, decidirá qué acciones tener y por cuánto tiempo. Y, sí, quienes trabajan para organizaciones que están en la Internet tienen un interés personal en el sector, tengan o no acciones tecnológicas; pero, ·por Dios!, eso aparece bien claro en la tarjeta personal).

Después de todo, no se trata de cuestiones de la "nueva economía". Venderse ha sido una tentación para los periodistas desde los primeros tiempos de la república. La investigación que hizo el Congreso del colapso del mercado de valores en 1929 sacó a relucir pruebas de que los manipuladores del mercado habían pagado a reporteros neoyorkinos para que elogiaran las acciones que tenían demanda.

En su magnífica biografía de Walter Lippmann, Ronald Steel hace notar que Arthur Krock, el legendario periodista de antes de la Segunda Guerra Mundial, mientras trabajaba para el New York World Telegram en realidad tenía un segundo empleo como asesor de relaciones públicas de la firma de Wall Street de Dillon, Read.

Mantener un interés personal, no revelado, en cualquier actividad que uno debe cubrir con independencia y objetividad -- ya se trate de un movimiento político, una obra teatral de Broadway o una acción de Internet -- viola los históricos conceptos de la ética periodística. Y en cada generación ha habido periodistas sinceros pero errados que creían que, en su caso, la situación era distinta.

Uno de ellos, al igual que yo, era un emigrado del periodismo local de Trenton. En 1981 fue a trabajar en el Dow Jones News Service, y en julio de 1982, The Wall Street Journal lo contrató para ayudar a escribir la influyente columna "Heard on the Street" (Se oyó en la calle).

Se llamaba R. Foster Winans.

Como los jóvenes periodistas tecnológicos de hoy, Winans encontró que su vida pronto se "entrelazó" con la gente rica y sagaz que él cubría. Se sentía disgustado también por lo magro de la paga que recibían los periodistas. Del mismo modo, estaba seguro de que podía hacer algunas inversiones sin "permitir que mis inversiones alteren de ningún modo mi juicio en mi labor". Poco después de llegar a The Wall Street Journal, Winans compró en secreto 400 acciones de una compañía pequeña y carente de liquidez, American Surgery Centers, y luego escribió en términos positivos sobre la misma en su columna.

"Yo sabía que lo que hacía, técnicamente era antiético para un periodista", escribió en sus memorias Trading Secrets: Seduction and Scandall at The Wall Street Journal (Secretos de Negocios: Seducción y Escándalo en The Wall Street Journal), que publicó St. Martin's Press en 1986. Pero, de alguna manera, razonó que "el problema ético era puramente de apariencia... Si nadie lo descubría, nadie percibiría un conflicto potencial y, por lo tanto, yo no habría hecho nada antiético. Era un razonamiento un poquito de círculo vicioso, pero me hizo salvar el gran obstáculo".

Pronto, Winans había aceptado informar a un corredor de bolsa sobre las acciones que se mencionarían en sus columnas de "Heard on the Street", a cambio de una parte de las ganancias. El trato le produjo alrededor de 30.000 dólares, más que lo ganaba en un año en The Wall Street Journal. El periódico, indignado, informó el 29 de marzo de 1984 que los reguladores investigaban la estratagema. En junio de 1985 Winans fue declarado culpable de varias acusaciones de fraude por correo y teléfono; más tarde se lo sentenció a 18 meses de cárcel. El Tribunal Supremo de Estados Unidos confirmó la culpabilidad de Winans en 1987.

Aunque Winans insistió hasta el final que no había violado ninguna ley, sabía que lo que les había hecho a sus colegas periodistas. Había "confirmado las sospechas que muchos inversionistas tienen acerca de quienes escriben sobre el mercado de valores: que sacan provecho personal de la información que reciben. Comprender esto fue para mí un golpe duro".

Al recordarlo luego de 16 años, siento todavía que el asunto Winans puso para mí en agudo relieve todas las temibles tentaciones del periodismo financiero moderno. ¿Como podría alguien creer que se trataba de situaciones mal definidas? Pero Matt Welch, joven e incisivo crítico de los medios noticiosos en la Online Journalism Review, me dijo recientemente que está convencido de que los pecados de Winans, si fueran cometidos hoy, no provocarían ni una décima parte de la indignación que los medios noticiosos manifestaron en 1984.

Hizo notar Welch que cuando una periodista que acostumbraba recoger los rumores de Silicon Valley (la región de California donde están situadas muchas empresas tecnológicas) aceptó acciones baratas de una compañía que entraba por primera vez en el mercado y era que propiedad de un magnate local, muchos periodistas supuestamente sensatos, se preguntaron si ella había hecho algo malo. "Los periodistas veían que toda esta gente se enriquecía -- inclusive otros periodistas, cuando lo que decían las informaciones en línea tenía algún valor", dice. "Y muchos quedaron realmente desorientados".

Sólo puedo esperar que Welch esté equivocado. Si no lo está, no importa cuán ricos puedan llegar a ser los periodistas jóvenes en este gran bazar de las noticias financieras, el propio periodismo se empobrecerá más allá de cualquier medida.

Pero supongamos, bajo la influencia de algún licor persuasivo, que la mayoría de nosotros llegaremos hasta el promontorio rocoso del escepticismo inteligente y allí nos pondremos a extraer noticias a perpetuidad, para producir con regularidad cobertura financiera lúcida y realista. Y, además, pronostiquemos -- sí, por favor, un poco más de ese licor -- que la mayoría de nosotros lo haremos así dejando intactos nuestro honor y reputación. Aun así, estaríamos haciendo alusión a la clase de gente que somos. Y, en último término, este auge del periodismo financiero no se refiere en realidad a nosotros. Se refiere más bien a nuestras relaciones con aquéllos hasta quienes tratamos de llegar -- ya sea que los llamemos lectores, observadores o (Dios no lo permita) "mirones".

Allá en 1980, la mayoría de los nuevos redactores financieros, instintivamente, y tal vez equivocadamente, enfocaban las noticias financieras locales desde la perspectiva de los trabajadores involucrados -- después de todo, nosotros mismos éramos trabajadores con una saludable desconfianza en lo que pasaba por ser la gerencia del negocio periodístico. A medida que pasaba vertiginosa la década de los 80, nuestros "lectores" se convirtieron en "consumidores". Y al desenvolverse la década de los 90, esos "consumidores" se convirtieron en "inversionistas". Y hoy, algunos de nosotros les hablamos sólo a los inversionistas que tienen también módems de computadora.

Algo triste ha ocurrido a lo largo del camino: a medida que nuestra audiencia se ha vuelto más estrecha, también nos hemos estrechado nosotros. Las noticias financieras de hoy rara vez pulsan las cuerdas sonoras o los temas exaltantes del gran periodismo. La mayoría simplemente zumba y chilla, un clarinete alto en contrapunto con una sección rítmica de cajas registradoras y cintas de registro de cotizaciones. Los hombres y mujeres que lucharon para explicar la turbulencia económica de los años 70 -- las colas en las estaciones de gasolina y las fábricas cerradas y la aparente erosión de la competencia norteamericana -- no escribían para los consumidores o inversionistas. Escribían para los ciudadanos, para la gente que se interesaba profundamente en cómo se desenvolvía esta nación. Una audiencia que según suponían tenía preocupaciones que iban mucho más allá del desempeño de su cuenta de retiro individual y de los arreglos de alquiler de su automóvil Jeep Grand Cherokee.

No sé qué opina usted, pero yo preferiría escribir otra vez para esa gente. Sospecho que nada de lo que logremos en los años por venir en términos de competencia e integridad, importará mucho a menos que lo hagamos.


No hay comentarios: